En Colombia, la muerte de ciertas figuras políticas provoca un despliegue mediático y ceremonial que raya en lo absurdo. La reciente partida de Miguel Uribe ha sido tratada por sectores de la derecha como un acontecimiento casi de carácter nacional, con discursos cargados de lágrimas falsas, declaraciones hipócritas y homenajes excesivos. Sin embargo, el contraste con el silencio absoluto y el desprecio hacia las 6.402 víctimas de los llamados falsos positivos —ejecuciones extrajudiciales perpetradas durante gobiernos del uribismo— es un golpe directo a la dignidad y memoria del país.
Lo que aquí se denuncia no es la muerte en sí —toda pérdida humana merece respeto—, sino el doble rasero inmoral de una élite política que venera a sus caídos mientras ignora, minimiza o incluso justifica las muertes de miles de inocentes a manos del Estado. Y todo esto, bajo la sombra del jefe político que por años ha sido conocido con apodos tan reveladores como “El Matarife” o “El Culi Bajito”: Álvaro Uribe Vélez.
La muerte como espectáculo político
La cobertura de la muerte de Miguel Uribe no fue simplemente un homenaje sobrio, sino una puesta en escena calculada: guardias de honor, transmisión en vivo, discursos oficiales cargados de sentimentalismo y columnas de opinión que lo pintan como un mártir de la democracia. El problema no está en despedirlo, sino en la obscena sobreactuación mediática que se da exclusivamente cuando muere alguien con apellido y privilegios.
El contraste con la realidad del pueblo
Mientras la élite política se abraza entre sí y llora frente a las cámaras, las madres de Soacha siguen esperando justicia por sus hijos asesinados y presentados como guerrilleros muertos en combate. No hay misas multitudinarias para ellos. No hay portadas de revista. No hay discursos de Estado. Sus nombres ni siquiera aparecen en los libros de historia que redacta el poder.
La muerte, en Colombia, no vale lo mismo para todos. Esa es la verdad que pocos quieren decir en voz alta.
Los 6.402 que no tienen funeral de Estado
Entre 2002 y 2008, según la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), al menos 6.402 civiles fueron ejecutados por miembros del Ejército colombiano para inflar las cifras de bajas en combate y recibir recompensas. Se trató de uno de los episodios más oscuros de nuestra historia reciente: jóvenes engañados con falsas ofertas de trabajo, llevados a zonas rurales y asesinados, para luego vestirlos con uniformes y presentarlos como enemigos abatidos.
¿Quién dio la orden? Las investigaciones y testimonios señalan que esta práctica no era aislada ni accidental, sino sistemática, y que los altos mandos militares y políticos estaban al tanto. La línea de mando conduce inevitablemente hacia el presidente de entonces: Álvaro Uribe Vélez.
El jefe político y sus apodos
“El Matarife” y “El Culi Bajito” no son sobrenombres casuales. Son el reflejo de una reputación construida a punta de escándalos, señalamientos y acusaciones que jamás han sido suficientemente investigadas por un sistema judicial cooptado. Sin embargo, los mismos medios que hoy se deshacen en lágrimas por Miguel Uribe evitan pronunciar estas verdades incómodas.
La hipocresía mediática
Cuando un miembro de la élite muere, los noticieros abren sus emisiones con la noticia, dedican reportajes especiales y recogen declaraciones de las figuras más influyentes del país. Cuando mueren campesinos, líderes sociales o víctimas de ejecuciones extrajudiciales, las noticias se limitan a una breve nota al margen o, en muchos casos, a la omisión total.
Este patrón revela una jerarquía de vidas que es profundamente inmoral y antidemocrática. El mensaje implícito es claro: en Colombia, unas muertes valen más que otras.
La manipulación del duelo colectivo
El duelo es humano, pero en manos de los políticos se convierte en herramienta de manipulación emocional. La muerte de Miguel Uribe es usada como símbolo de “unidad” y “defensa de la democracia”, mientras que las masacres ordenadas o toleradas por su partido político se minimizan o niegan.
La responsabilidad histórica del uribismo
El uribismo no es solo una corriente política: es una maquinaria que ha moldeado el país a su conveniencia, blindando a sus miembros de investigaciones serias y protegiendo a su líder de toda consecuencia legal. Las 6.402 víctimas son solo una parte de un historial marcado por violaciones a los derechos humanos, vínculos con el paramilitarismo y un desprecio sistemático por la vida de los pobres.

La deuda con la verdad y la justicia
Mientras no se reconozca plenamente la magnitud de los crímenes cometidos, mientras no haya justicia para las víctimas y sus familias, cualquier discurso sobre reconciliación será hueco. No basta con pedir perdón genéricamente: se necesitan nombres, responsables, condenas y reparación.
Un país secuestrado por la impunidad
La impunidad es el combustible que mantiene viva la corrupción y el abuso de poder. Si los máximos responsables de crímenes de Estado pueden morir en la cama sin haber sido juzgados, el mensaje para las futuras generaciones es desolador: en Colombia, la ley no es igual para todos.
El papel de la ciudadanía
La indignación no puede quedar atrapada en las redes sociales. Es necesario que la ciudadanía exija memoria, justicia y reparación para todas las víctimas, sin importar su origen social o filiación política. Callar frente a la hipocresía es ser cómplice.
¿Y Que Haremos Ahora?
La muerte de Miguel Uribe no debería ser excusa para borrar las huellas de dolor que ha dejado el uribismo. Es hora de que Colombia deje de rendir culto a sus victimarios y empiece a honrar verdaderamente a sus víctimas. Cada vida perdida merece duelo, pero también merece justicia.
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Fuentes:
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Datos y reportes oficiales de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) sobre falsos positivos.
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Declaraciones y testimonios de familiares de las víctimas de ejecuciones extrajudiciales (madres de Soacha).
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Cobertura mediática nacional sobre el fallecimiento de Miguel Uribe.
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Investigaciones periodísticas independientes sobre la responsabilidad política del uribismo en violaciones de derechos humanos.